sábado, 26 de junio de 2010

Empieza.

El día llegó y las tropas estaban preparadas. Todos menos yo tenían claro el objetivo, después de todo, los demás sabían por lo que luchaban. Yo ya no sabía nada.
Yo que me había encontrado un adversario en el camino dispuesto a luchar contra sí mismo. Esto me hizo pensar. ¿Qué hago aquí?, ¿Por qué he de derramar sangre inocente?. Por pura venganza me dije. Derramaré sangre ajena para aliviar mi dolor.

Mis hombres con sus túnicas blancas y sus cotas de maya hechas de plata, brillaban bajo los últimos destellos de la luna, nuestra Señora.
Los caballos, nerviosos cabeceaban y frotaban sus cascos contra la hierba. Olían el miedo, el dolor, la miseria.

Allí estaba él, haciendo lo mismo que yo. Contemplar a sus hombres, medir sus fuerzas.
Solo nos separaban cuarenta trancos al galope.

La sola imagen en mi mente de mi puñal degollándolo, viendo caer la sangre por su cuello y por mis manos y bebérmela para así, llenarme de su poder, hacía que me sintiera mejor.
No podía perdonar.

El cuervo voló.
Mis hombres hicieron tocar sus trompetas que sonaron a muerte y allí estaba, el primer rayo de luz verde apareció en el horizonte. Era la hora. La hora de demostrarle yo era más fuerte de lo que él creía.

Los arqueros reaccionaron a mi señal. Tensaron las cuerdas con sus flechas impregnadas del veneno de sus corazones.

-¡LUCHAD! ¡LUCHAD HASTA LA MUERTE!

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Silencio, se pinta.